En tiempos de posverdad y redes sociales queda mejor evidenciado que la historiografía oficial de Bolivia se ha encargado de soterrar pasajes fundamentales e indicativos de momentos históricos cúspide de la construcción nacional republicana y uno de ellos está específicamente relacionado con la violencia política, entendida esta como mecanismo de control para la preservación de proyectos de poder concebidos y aplicados con el propósito de consolidar hegemonía y dominio, tal como sucedió con el hecho más relevante para la transformación del Estado boliviano en el siglo XX, la Revolución de 1952, encabezada y luego consolidada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) que, de manera paralela en unos momentos, y conjunta en otros, con las Fuerzas Armadas de la Nación, dominaría el espectro de la vida nacional durante medio siglo, aplicando simultáneamente medidas que generarían transformaciones sociales y económicas, y otras relacionadas con el autoritarismo y la represión contra el adversario, focalizadas en quienes aparecían como amenaza desestabilizadora a lo largo de los 12 años de gobierno que les tocó presidir a Victor Paz Estenssoro (1952-1956, 1960-1964) y Hernán Siles Zuazo (1956-1960).


Por toda la información que hemos sabido recolectar y editar, Paz Estenssoro y Siles Zuazo son conocidos por las generaciones actuales, gracias a sus últimos gobiernos correspondientes a la nueva era democrática inaugurada en 1982, y prácticamente piezas de museo sin desempolvar de los 50 y 60, de las que poco se ha dicho acerca de responsabilidades relacionadas con la instauración de un tenebroso Control Político que logró mantener a raya a sus principales opositores, en principio aliados, pertenecientes a la Falange Socialista Boliviana (FSB) jefaturizada por Óscar Unzaga de la Vega, pero fundamentalmente, desde la perspectiva de la consolidación de la dependencia de los Estados Unidos, a mineros como preclaro sector representante de la clase obrera (Irineo Pimentel, Federico Escóbar, de la Federación Sindical de Trabajadores de Bolivia —FSTMB —), campesinos sin militancia, universitarios y a algunas otras facciones minoritarias e irrelevantes en la vida política de entonces.

Es sugestivo que la mejor producción bibliográfica acerca de la Revolución del 52, así como de sus antecedentes y sus posteriores consecuencias histórico políticas, haya sido investigada y escrita por académicos e investigadores estadounidenses, digamos que la contracara pensante desligada de los mecanismos que hacen funcionar al sistema imperial. Así tenemos La revolución inconclusa (1970) de James Malloy (Tesis de doctorado, Universidad de Nueva York); La revolución antes de la Revolución– Luchas indígenas por tierra y justicia en Bolivia (2011) de Laura Gotkowitz (Universidad de Chicago),“Minas, balas y gringos – Bolivia y la Alianza para el Progreso en la era de Kennedy (2016) de Thomas C. Field Jr. (Embry-Riddle College of Security and Intelligence) y Victor Paz Estenssoro – Una biografía política (2015) de Joseph Holtey (Rutgers University). Incluso podría citarse San Román – biografía de un verdugo (autor anónimo, sin más datos), publicada en inglés por la Universidad de Texas en 44 páginas, breve biografía del represor de confianza de Paz Estenssoro, que dirigió campos de concentración e infligió torturas a quienes osaban contradecir los preceptos revolucionarios enarbolados por el MNR, finalmente fagocitados por la agenda impuesta por la Embajada de los Estados Unidos de América a partir de la puesta en vigencia del Plan Triangular. Esos fueron presos políticos en el verdadero sentido de la palabra y se pueden recoger hasta ahora, testimonios de situaciones desgarradoras, de parte de los herederos de esos falangistas a los que el movimientismo acusaba de estar coludido con los terratenientes de la época y por supuesto que desde la profunda perspectiva ideológica de clase, lo sucedido con los trabajadores mineros, bastión obrero de Bolivia que en su momento constituyó el ala izquierdista del proceso revolucionario organizada en sindicatos de tendencias comunista y trotskista.

La Revolución del 52 y su instrumento político, el MNR, tuvieron una estrecha y sistemática relación con los Estados Unidos de América que incidieron con recursos económicos, siempre condicionados a intereses relacionados con el acaparamiento y el saqueo de nuestros recursos naturales, así como también en las tareas represivas violatorias de los derechos humanos, con el muy distintivo estilo de actuar a la sombra, con una especie de mano invisible, que solventaba recursos para mantener el sistema de vigilancia y sofocación de conatos subversivos. La “ayuda” norteamericana estuvo siempre condicionada, inconfundible manera de consolidar la dependencia de los países periféricos, especialmente en América Latina en los años 60, a la agenda dictada desde Washington para todo el planeta en su lucha contra el polo soviético y en el objetivo de que Bolivia, por su estratégica condición geopolítica, no llegara a convertirse en una segunda Cuba, país que le quitaba el sueño a la Casa Blanca, hecho evidenciado con la invasión a la Bahía de Cochinos también conocida como invasión de Playa Girón y que se constituyó una operación militar en la que tropas de cubanos exiliados, apoyados por Estados Unidos, invadieron Cuba en abril de 1961, para intentar crear una cabecera de playa, formar un gobierno provisional y buscar el apoyo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el reconocimiento de la comunidad internacional. La acción acabó en fracaso en menos de 65 horas. Fue aplastada por las Milicias y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) cubanas. Más de un centenar de soldados invasores murieron, y los cubanos capturaron a otros 1.200, junto con importante material bélico.

Dos versiones periodísticas acerca de los Campos de Concentración, los perfiles de los principales esbirros del régimen revolucionario, Claudio San Román y Luis Gayán Contador, y un informe de Falange Socialista Boliviana (FSB) de 2001 (de próxima publicación), son los documentos que nos sirven para graficar lo que significó la injerencia y la represión política atentatorias contra los Derechos Humanos en pleno proceso revolucionario movimientista.

Más adelante, en la parte final de este informe correspondiente a la etapa revolucionaria del 52 encabezada por el MNR (también de próxima publicación), incluimos un análisis de cómo los intereses de dominio económico de parte del gobierno de John Fitzgerald Kennedy (1960 – 1963) que penetró la revolución movimientista, utilizó para sus fines injerencistas, el asesoramiento para el control y la represión políticos contra todos quienes fueran adversarios o impugnadores del proyecto hegemónico del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), procurando, desde el principio, incorporar a las Fuerzas Armadas en su lógica de poder.

Con fortalezas y debilidades, este material ayuda a contar con un panorama escondido por nuestra historia e invisibilizado en el debate nacional que cuando genera discusiones sobre persecución y represión políticas, y sus variantes autoritarias, se circunscribe a las dictaduras militares inauguradas en 1964, considerando que el antecedente de la violencia política en la Bolivia contemporánea se encuentra en el escenario del primer gran cambio social producido en nuestro país con la ciudadanización que implicó la puesta en vigencia del Voto Universal, la Reforma Educativa, la Nacionalización de las Minas y la Reforma Agraria. He aquí la agenda oculta –y oscura— de un proceso revolucionario y hegemónico plagado de atropellos y conculcación de libertades ciudadanas, que para conseguir sus objetivos, instaló un muy bien pensado aparato represivo, útil para la defensa de un ejercicio pragmático de la hegemonía política, capaz de espantar amenazas internas como el sindicalismo “comunista” que hiciera trastabillar la llamada Revolución de Abril.

Campos de concentración, un hecho desconocido para las nuevas generaciones (*)

Bolivia tuvo campos de concentración en el primer gobierno del MNR muy parecidos a los instalados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

El MNR fue fundado oficialmente el 2 de junio de 1942. A partir de ese momento estuvo presente en cada decisión política para influir en la vida pública del país según sus propios intereses y su propia visión de país. Como claro ejemplo de sus primeras actuaciones políticas, figura su participación en el golpe de estado de 1943, cuando junto a la logia Razón de Patria (RADEPA) de Gualberto Villarroel, expulsó del Palacio de Gobierno a Enrique Peñaranda.

El MNR también fue artífice de la caída de Villarroel, al que apoyó hasta días antes de su derrocamiento. Desde ese momento fue perfilándose como artífice de la Revolución del 9 de abril de 1952, con el objetivo de tomar el poder, pero previamente, los movimientistas fueron activos protagonistas políticos del país al conspirar en el gobierno de Enrique Hertzog en 1947, promoviendo un enfrentamiento entre mineros y obreros que logró su renuncia para que asumiera Mamerto Urriolagoitia, que durante su interinato, el 27 de agosto de 1949, sufrió un levantamiento liderado por el partido rosado. Más adelante llegaría el “mamertazo” con el que Urriolagoitia decidiera provocar un autogolpe y entregar el poder a una junta militar encabezada por el Gral. Hugo Ballivián.

Según registros de la época, el MNR fue un partido muy bien organizado en cuadros, casi al estilo militar. Advirtió con vehemencia que tomaría el poder, pese al anuncio de la junta militar de convocar a elecciones en 1952, comicios que jamás se concretaron, porque la presión social azuzada por el movimientismo, puso contra las cuerdas a Ballivián. Fue uno de sus ministros, Antonio Seleme, quien conspiró contra su propio gobierno al convertirse en informante del MNR para propiciar la Revolución del 9 de abril de 1952. Dicha conspiración tenía originalmente prevista la participación de la Falange Socialista Boliviana (FSB), que por disputas en planes de gobierno y repartija de cargos terminó desmarcándose de la Revolución que dejó 490 muertos y más de mil heridos. Los aliados del MNR fueron los mineros que ayudaron a consolidar la toma del poder.

La primera participación del MNR en 1952, se produjo en co-gobierno con la Central Obrera Boliviana (COB) fundada el 17 de abril del mismo año, por Juan Lechín Oquendo. Sin  perder de vista  transformaciones como la nacionalización de las minas, la reforma agraria, la reforma educativa, el voto universal, quedaron en el olvido una serie de negocios «turbios» emprendidos con gobiernos extranjeros. Una muestra de ello, es el tan problemático código petrolero Davenport, que parceló el país en tres partes, para la explotación petrolera y comprometió nuestros recursos hidrocarburíferos por décadas.

Los campos

Volviendo al tema central, el MNR hizo un gobierno de fuerte acento represivo y producto de ello, fue que para sacar del camino a sus opositores, instaló campos de concentración en distintas localidades del país  para encarcelar a los denominados presos políticos. Las prácticas autoritarias del partido rosado se caracterizaron por la aplicación de métodos violentos de control político. El 23 de octubre de 1952, a través del Decreto Supremo 02221, Víctor Paz Estenssoro estableció prisiones bajo administración militar en Corocoro, La Paz; Uncía y Catavi, Potosí; y Curahuara de Carangas en Oruro. Tres de los cuatro campos de concentración se encontraban en centros mineros. Eran controlados por mineros y militares a los que se trasladaban presos políticos, opositores al gobierno, principalmente pertenecientes a la Falange Socialista Boliviana (FSB), que eran vejados y torturados sin piedad. Según testimonios de algunos presos políticos como Gad Lemús, la prisión de Corocoro era el purgatorio, mientras que Curahuara de Carangas,  se asemejaba al averno. En Catavi, en 1953, se encontraba un contingente de 131 presos; mientras que en Curahuara, entre 1953 y 1954, 254 presos.

“Carne de presidio”

En Curahuara de Carangas, el Teniente Bacarreza mandó una formación y ordenó que los prisioneros alojados en la celda del lado oeste del cuartel fueran trasladados a las barracas del frente, quien a modo de explicación dijo que “eso les conviene porque entre ustedes ya se conocen”. Las confusas palabras de Bacarreza dieron a entender que otra “carne de presidio” ocuparía las celdas más frías, oscuras y destartaladas del campamento. Pronto fue una triste constatación cuando el Teniente, respondiendo a las interrogantes de Lemús, le confió que estaban por llegar presos de Uncía y marchaban a Curahuara los del clausurado campo de Catavi. Los prisioneros supieron entonces del establecimiento de un nuevo campo de concentración, que hasta el mes de diciembre carecía de posibilidades concretas de apertura. Curahuara de Carangas era algo así como la Siberia del altiplano boliviano, escenario ideal, incrustado en la infinitud de la pampa para que los detenidos y confinados fueran presas del terror, el hambre y la soledad.

Otro relato está relacionado con lo que le sucedió a Jaime Villarreal, quien fue prisionero sin ser político, por el simple hecho de trabajar en la fábrica de catres del falangista Víctor Kellemberger. Las privaciones, preocupaciones, castigos materiales y el trabajo forzado, habían desembocado en la tuberculosis pulmonar que sobrellevaba pacientemente, perdiendo peso a ojos vista. Su rostro naturalmente blanco, se cubrió de intensa palidez, y sus mejillas, a los 25 años, comenzaron a hundirse. Ninguna consideración impidió, no obstante, que el responsable del campo, René Gallardo, dispusiera su inhumano flagelamiento. El centenar de latigazos que su enflaquecida carne soportó heroicamente, terminó por sumirlo en cama acelerando las secuelas de su tremenda enfermedad.

Presos

Es interminable la lista de presos que llegaron a esos campos de concentración que eran dirigidos por el entonces ministro de Gobierno, Federico Fortún, mientras Claudio San Román, Luis Gayán Contador, Emilio Arze Zapata, Alberto Bloomfield, René Gallardo, Juan Peppla y Adhemar Menacho, se encargaban de las torturas y vejámenes, que para muchos presos políticos se convirtieron en  una triste memoria por el sufrimiento generado por el llamado «Control político». De los mencionados, unos estaban a la cabeza del sistema represivo, otros dirigían los campos, y otros directamente eran los torturadores de los detenidos.

Se intentaron justificar esos excesos con el argumento de que se ejercía una violencia revolucionaria y antioligárquica para sostener la estabilidad de la Revolución. La intransigencia y los abusos se convirtieron en el pan de cada día.